Ayer, por fin, fue casi un dia de verano en Serandinas. Hasta eché las contraventanas al mediodía. Se quedó en sombras el salón. Disfruté mucho de esa umbría confortable de quien sabe al sol golpeando las aldabas. Y me acordé de pronto de que esa era una costumbre suya cuando volvía en los veranos a la casa de su padre. Aquí, justo al lado. En el viejo consultorio de don Avelino. El hijo regresaba en las vacaciones después de todo un curso de internado. Pero se pasaba las tardes enteras a solas y a oscuras. Leyendo gruesos libros médicos. Absorto en nervios, músculos y huesos. Observando por dentro lo que afuera, en la distancia corta y sobre todo bajo la violenta luz estival le resultaba simplemente pavoroso. Buena gente esa familia. El padre se dedicó en cuerpo y alma toda su vida a la medicina de pueblo. Él se hizo abogado. Le horrorizaba la sangre de verdad. Desinteresado y desprendido. Nunca le fue bien en el despacho. Terminó matándolo el tabaco. Los cigarrillos con los que espantaba la soledad. Tenía siempre una tez blanca. Una mirada escurridiza. Prisa por volver a sus cosas. Y un pitillo entre los dedos. Ayer se hizo el sol y eché las contraventanas. Fue sólo un momento. Para que no me cegara la luz que refulgía sobre las páginas del libro con que andaba. Compartí con él, con su recuerdo, ese rato de cobijo. Espiamos juntos desde lo oscuro la sorpresa de un mundo que de tan iluminado parecía de repente inabarcable. Quizás no fuera otro su miedo.
X. Serandinas
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