lunes, mayo 04, 2009

Uno de mayo


Nos acercamos a León. Salimos con el día más bien triste. Todo mejora ya a las puertas de la ciudad. Aparcamos cerca de Guzmán el Bueno. Mañana fría y cielo despejado. Ordoño. Ancha. Catedral. Subimos a las vidrieras. Se permite el acceso a las plataformas dispuestas en lo alto para su restauración. Nos explican el proceso de fabricación del vidrio en la Edad Media. Su coloración. Su engaste en plomo. La distinta manera de dibujarse los motivos. Desde la más primitiva con cristales pequeños, figuras hieráticas, ausencia de paisaje y colores mezclados en el proceso de fusión de la arena, hasta la renacentista, ya con perspectivas, imágenes que desbordan la nervatura del plomo y un color aplicado a la vidriera después de colocada en los muros. De allí al Húmedo. Empieza a templar la mañana. En la plaza de Grano no hay aún gente. Es hermoso el despertar de la ciudad por este rincón casi medieval. Se celebra el primero de mayo. Hay una concentración frente al palacio de los Botines. Malos tiempos. No será poca la impotencia que se palpará en muchos de los concentrados. No hay un enemigo único, definitivo, contra quien alzar la voz, a quien culpar de lo que ocurre. El sistema ha fallado. Pero el sistema hace tiempo que ha sido aceptado por casi todos. Nos tomamos unas cervezas. Se empieza a animar el gentío por las callejuelas. Paseamos por el barrio del Ejido hasta la Plaza de Jacinto Benavente. Un barrio de los años cincuenta. Urbanismo humanizado. Casas modestas. Patios con jardín. A las espaldas de la catedral. Comemos en El Nalgas. Bebemos un prieto picudo fresquito. Entra como agua en día de calor. Y no sólo a nosotros. En la mesa más próxima comen dos ancianas. Nos sorprende su apetito. Su incansable cháchara. Pero sobre todo, esa rítmica y constante manera de bajarse el tinto de la casa. A la salida nos las encontramos camino del centro. Van del brazo. Prosiguen su insaciable conversación. Contentas. Rodeamos las murallas. Entramos por la puerta que llaman del castillo. San Isidoro. San Marcos. Auditorio. Musac. Qué bella fachada. Tuñón y Mansilla fueron los arquitectos. Según parece tomaron como referencia una vidriera catedralicia. Trabajaron sus colores informáticamente hasta conseguir esa combinación de intensidades en la carcasa del edificio. Emblemática ya de la ciudad. En tan poco tiempo. Se tiende a tomar allí no pocas fotos. Sobre todo, supongo, en días soleados. Refulgiendo el cristal. Añadiéndose al cromatismo del edificio, el azul del cielo. Incluso, si por suerte las hubiera, esas manchas blancas que las nubes ponen a la composición como una pincelada medida. Las vidrieras de la catedral recogen, envuelven la penumbra del templo con una caricia de luz, con un aliento humano y alegre de Dios. Las vidrieras del Musac son más bien reclamo. Llaman. Incitan a adentrarse en un espacio desconocido y por tanto misterioso sobre el que generan una espectactiva de color, de emoción. Ya dentro tiene el lugar ese aire aséptico de la modernidad. Esas exposiciones desparramadas, pretenciosas, que precisan de mucho espacio y de no poca complicidad en el visitante. Nos decantamos por la visita guiada. Apenas una docena de personas. Nos condujo por las salas una muchacha algo etérea, con ese aire universitario francés que dan la tez blanca, la melenita Claudine, los zapatos bajos, la ropa negra y su nombre de refugiada, Nadia. De lo visto, lo más interesante sin lugar a dudas fue la muestra titulada Trying to Remember What We Once Wanted to Forget (Intentando recordar aquello que una vez quisimos olvidar), de Elmgreen & Dragset, un pareja artística de nórdicos que han montado doce instalaciones de considerable formato, constituidas mayormente por unas casitas agigantadas de monopoly. En cada una de ellas se recrea un ambiente algo enigmático, construido con muy escasos elementos y a través de puestas en escena que tienen, a veces, un vago aire surrealista. Fue la guía orientándonos hacia la finalidad última de la muestra en su conjunto a través de aproximaciones interpretativas de cada una de las instalaciones. Advirtiéndonos, al tiempo, de la militancia homosexual de los artistas, pues a su jucio —bien informado—, tal condición es clave en la obra; pero no cerrando la puerta a que cada espectador extrajera de lo visto sus propias conclusiones. A uno le parece que hay dos actitudes muy acostumbradas e igualmente rechazables ante este tipo de manifestaciones artísticas. La que parte de la negación, las entiende siempre como fraude y las combate con indignación o burla. La que, por el contrario, las sobrevalora hasta el cretinismo, envolviendo su fe —como toda fe— en una suerte de lenguaje para iniciados, que, generalmente, no es más que un llamativo envoltorio de la nada. Quizás deba uno abrir sus miras sin prejuicios. Sin prejuicios y sin complejos. Apreciar lo que merezca atención y reseña. Lo que deje rastro de talento y trabajo. Lo que, como en todo arte, sobrecoga por interpretación racional o intuitiva. No poco de esto que se pide encontró uno en la muestra de Elmgreen & Dragset, que junto algunos excesos vanales y una ocupación megalómana del espacio expositivo, genera, sobre todo, ciertas interrogantes y no escasa sorpresa. Vimos también los collages de Kirstine Roepstorff y los vídeos de la palentina Marina Núñez. Los primeros dejan en la retina un poso de acumulación desmedida y de intenciones torpemente explícitas. En el ambiente generado por los segundos hay una, bien conseguida, envolvente sensación de futurismo inquietante. A la salida nos acercamos hasta el paseo de la Condesa de Sagasta. Bajo la umbría de los castaños que empiezan a florecer. A la vera del Bernesga. Había muchos paseantes a esa hora. Y hasta una fiesta sindicalista en la que se anunciaba por los altavoces un concurso de baile. Cada pareja debía atreverse con tres piezas: un pasodoble, una rumba y un tango. Cuando arrancábamos el coche, ya de vuelta, sonaban las notas de un pasodoble.

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