Toda
la noche se dejó oír el duermevela del océano. Como si tuviera entre las manos
de su insomnio un rosario de piedras que apretase, unas contra otras, en cada
golpe de ola. Será la mala conciencia de haber dejado tras de sí en los días
previos un litoral arrasado. A la mañana me levanté pronto, por ver salir el
sol desde el balcón y, de paso, tomar alguna fotografía si la luz era propicia.
Pero el amanecer fue casi burocrático, un trámite gris, de cielos opacos, sin
casi pliegues de luz. El día se fue haciendo como a través de un cedazo tupido.
Desayunamos en la terraza del hotel, bajo la protección de un calefactor.
Abundante y surtida puesta en escena de café, tostadas, zumo, yogures, cereales
y fruta natural. La recepcionista, una muchacha jovialísima, nos aconseja
recorrer el casco antiguo de la vieja Altea, sin prisa y a nuestro aire. Eso
del aire viene bien por consejo, que uno se queda pronto sin él a medida que se
empinan las callejuelas blancas camino de la iglesia de Nuestra Señora del
Consuelo, por lo que el paseo se va haciendo según el aire que cada uno atesore
en sus pulmones. Ya por la noche habíamos hecho una primera incursión por estas
rúas. Ahora las caminamos con más calma, deteniéndonos en miradores, calvario y plazas. Sigue el frío,
pero el sol concede intermitentemente alguna alegría de luz. Es bonito y está
cuidado este viejo caserío entregado a artesanos, comedores, tiendas de
suvenires y a algunos extranjeros que aquí han recalado en busca de una
autenticidad que parece definitivamente devaluada. Hay belvederes magníficos
que dejan sal marina en las retinas. Desde los que se alcanza el peñón de
Ifach, como un trozo árido de montaña superviviente, y el skyline de Benidorm,
como un astillero de adargas desiguales.
Tomamos luego rumbo a Polop. En la
carretera hay cientos de naranjos iluminados por los destellos de sus frutos:
sobre el verde opaco del árbol, el alegre lunarejo. Y hay invernaderos que
tapan el paisaje como sudarios colectivos. Dicen las guías que bajo ese
vivaqueo de meses crece el níspero. Llegados a La Nucía se ve enteramente
Polop, enclavado en su asentamiento cimero, sobrepasado por la torre de su
iglesia y los restos de su castillo. Apretujadas sus casas como para que el
pueblo entero pueda beberse de golpe. Los muros cálidos. Todo tan de postal que
uno se baja del auto y hace fotos sabiendo que no pueden sino salir bien todas
ellas, que sólo hace falta encuadrar adecuadamente esta aldea naranja, que así
arracimada parece un ovillo de lustrosos frutos. En julio de 1921 Gabriel Miró
tomó una “heredad de alquiler” en Polop buscando salud para su hija Clemencia.
Aquí veraneó con regularidad hasta 1930, el año de su muerte. En Polop escribe Años
y leguas. Cuentan que Miró visitaba a pie con la ayuda de su bastón, en
jumento, en automóvil, en transporte de viajeros o en cabriolé los pueblos del
contorno donde era habitual verle charlar con los lugareños. De ese modo se
impregnó del paisaje de La Marina. Llegamos hasta el antiguo cementerio. Cipreses
y matas de lavanda aroman la subida, en la que llama nuestra atención un
hermoso calvario de hornacinas encaladas en las que se representan en azulejo
las estaciones de la Pasión. A este camposanto abandonado Gabriel Miró lo llamó
Huerto de Cruces. Desde lo alto puede
observarse un pueblo cuidado y con muros de colores alegres, ceñido por un
valle profusamente cultivado sobre el que se alza el Ponoig, una imponente
montaña que tiene por sobrenombre El león
dormido. En las ruinas del castillo, que son ruinas también del cementerio
que allí hubo después, queda al aire la osamenta terrosa de unas cuantas tumbas
vacías, hay algunas cerámicas con citas de Miró y un busto de él mismo junto al
que uno se hizo una foto en la que lo mira con respeto, pues fue autor del que
gusté en la universidad, en lectura que aun siendo obligada resultó muy
placentera. Su literatura es suntuosa, pero no es lujo el suyo que intimida,
sino que sirve de inspiración, como las casas de aquellos ricos que no hacen
ostentación de su dinero, sino del buen gusto que gracias a su dinero pueden
permitirse. A Guadalest llegamos a la hora de comer, y sería por eso que no
había la concurrencia que temíamos a tenor de lo que sobre el lugar se había
leído. Buscamos donde aliviar el apetito y dimos en mala hora con un restaurante
en el que hacía más frío que en la calle a la sombra. No se comió mal, es
verdad, pero castañeteando los dientes, lo que, por verle algo de provecho al
trance, seguro que ayudó a la masticación. El dueño del restaurante nos comentó
que después de cinco días de problemas derivados de la nevada que habían
sufrido, era el primero en que volvían a la normalidad. Y tan contentos debían
de estar ya con aquellos tímidos rayos de sol que lucía el cielo que pensaron
que ya había llegado el verano y el calor, y que no era necesaria la
calefacción por más tiempo. Así que a joderse, y a comer con frío. El pueblo es
pequeñito y debe de vivir, sobre todo, del turismo. Está a pocos kilómetros de
Benidorm. No alcanza más que 500 metros de altitud, pero estando rodeado de las
cimas más altas de la provincia de Alicante, Aitana al sur, la Sierra de la
Xortà y la Serrella al norte, y al este la Sierra de Bernia y el mar, tiene un
verdadero aire serrano. A sus pies, se construyó en los setenta un pantano de
aguas verdes que luce muy pictórico al fondo del valle. El castillo que le da
nombre al lugar se construyó en el XI y de él sólo quedan algunos lienzos. Se
levantó sobre una roca en lo alto del pueblo, que es poco más que una calle entre
peñascos, a la que se accede a través de un túnel horadado en la roca. Al
volver hacia Altea, pasamos por La Nucía, frente a Polop. Lo que en éste era
silencio y proporción, allí era bullicio y desmesura. Se ve un municipio rico
y, según el gusto de muchos, moderno.
Por la noche cenamos en el Enjoy, un
restaurante del paseo marítimo alteano del que uno había leído comentarios muy
laudatorios. Tiene por inspiración la cocina indonesia y está regentado por
propietarios holandeses. El lugar es acogedor y hasta hay mantas sobre las
sillas de la terraza cubierta por si los comensales sintieran en sus piernas el
aire fresco del mar. Estaba lleno de público foráneo. Debíamos de ser los
únicos españoles. Las camareras tenían incluso dificultades para entender el
castellano. Buena elección. Al salir convenía abrigarse bien.
Afortunadamente, la habitación del hotel estaba bien caldeada y era agradable
saberse a salvo de la inclemencia desde las ventanas que miraban a la bahía,
oscura pero más tranquila que el día anterior, y a un cielo estrellado que
anunciaba víspera de bonanza.
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