lunes, enero 23, 2017

Estapas levantinas (I)


En las pequeñas provincias hasta los aeropuertos son de provincias. Y también su personal, que se mueve sin mucha prisa. Los suelos lucen impolutos. Y los baños. A la puerta del de caballeros un hombre alto, de barba recortada blanca y estrecha corbata negra, se abraza largo rato a una joven de la que no alcanzo a ver el rostro. La que parece mujer del hombre abrazado asiste a la escena tristemente impasible. Sólo después de unos minutos —no exagero en el cómputo—, después de unos largos minutos, ese hombre casi viejo y esa muchacha de la que ahora veo su cara y sus lágrimas, desatan su abrazo no como si fueran de carne y hueso, sino como si ambos estuviesen hechos de una muelle amalgama de seda y compasión. Se van entonces camino de la salida, sin hablarse, muy juntos los tres, con ropas casi negras y los ojos hundidos en heridas abiertas. Sólo entonces reparo en cinco individuos de tez morena que conversan en árabe animadamente a nuestras espaldas. Hacen tiempo hasta que desde el aparcamiento llega un muchacho al que todos, uno detrás de otro, besan tres veces. Bromean con él. Están alegres. Y se van enseguida arrastrando pequeñas maletas con ruedas. Instintivamente, momentos antes, me sobrecogió la pena de lo que supuse un duelo. Instintivamente, ahora mismo, recelé del mundo impenetrable expresado en esa lengua incomprensible que escuche tan cerca. El despegue es una fiesta de paisajes. Volamos sobre el estuario del Nalón, en cuyas orillas opuestas se levantan los caseríos de San Juan de la Arena y San Esteban de Pravia, como ciudades de un plano casi vivo, en tres dimensiones, en el que sólo se echa en falta a la gente, su tránsito, el peso de su caminar y de su sombra, mucho más invisible a esa altura de nube que el trajinar de las hormigas para el ojo humano a pie de tierra. Los meandros del río se dibujan con una perfección relajante. Su cauce parece espeso y quieto. Color más que agua. Vamos dejando atrás la costa, sus acantilados y sus playas. La intermitencia con que la espuma de las olas mide el tiempo de las mareas. Casi enseguida, adivinamos Oviedo y ese indigesto osario de cetáceo que desborda el perfil de sus tejados: la firma de Calatrava, uno de esos arquitectos que, por arrogancia, no concilian su obra con el entorno, sino que se la imponen con una violencia de monólogo soberbio pronunciado en el ámbito de lo que debería de ser una conversación discreta. Ese “calatrava” es mucho más visible desde el cielo que la torre de la catedral. Fermín de Pas habría de subir con su catalejo a la visera del palacio de congresos si quisiera  observar desde lo más alto a la Vetusta de hoy, y no, como hacía en La Regenta, los ciento ochenta y tres escalones de la vieja torre catedralicia desde la que vigilaba a Anita Ozores. Apenas diez minutos después de despegar, ya sobrevolábamos las espaldas cargadas de Asturias, sobre cuyos hombros se acumula la nieve reciente. El aire parecía contagiado de ese frío de cristal, y todo se veía nítidamente. Las pocas nubes eran como espuma blanca detenida sobre la superficie transparente de un acuario de aguas que de tan limpias eran invisibles. Al otro lado de la cordillera, sin embargo, pronto se volvió el paisaje un Mondrian ocre, una parcelación de haciendas desvaídas. En Alicante tomamos pronto el coche alquilado. Un utilitario coqueto. El navegador nos llevó en un suspiro a Altea. De camino vimos, casi como un espejismo, el skyline benidormense. Imposible no desviar la vista hacia esa proliferación de verticalidades. Como todo mal, espanta y atrae al tiempo. Mis padres fueron felices aquí muchos veranos. Ello no absuelve el pecado de esta babilonia, pero humaniza su propósito. Y hasta Iñaki Uriarte, el diarista, se dice dichoso cuando recala en esa plaza. No hace mucho decía George Steiner que ningún  lugar le resultaba aburrido si tenía a mano una mesa, buen café y unos libros, que eso, en definitiva, era una patria. Así que no vale la pena lanzar nuestras lanzas contra estos gigantes. A su sombra también se cobija la felicidad. En el Hotel del Mar, ya en Altea, teníamos una habitación con vistas a la bahía y al calpino peñón de Ifach. Una estancia de inspiración ibicenca, con un balcón colgado sobre un toldo de terraza marítima. Paseamos con la noche en ciernes y el frío en el rostro. 

El cielo estaba apelmazado por un nuberío oscuro al que, por un momento mágico, un arco iris troceado le relajo el ceño. Caminar por la orilla de la playa era como inventariar el largo destrozo que había dejado la marejada un par de días antes. Ramaje y algas contra el muro. Piedras lanzadas a la calle por la violencia del oleaje. Mobiliario arrumbado contra los contenedores. Palmeras arrancadas de cuajo. Y todo ese estrago desafiando arrogante la desidia de los servicios municipales de limpieza, que ni estaban ni parecía esperárseles. Arrugaba más el ánimo que tal avería se viese con frío, a la noche y en un paseo marítimo en el que muchos negocios andaban cerrados o por ser invierno o por haberse visto afectados por el temporal. Suerte tuvimos, sin embargo, de que el comedor del Franxerra luciera iluminado. Subimos a su primer piso y cenamos solos en un pequeño comedor lateral, con una estufita a los pies. El cocinero y dueño, JR, nos atendió con una amabilidad exquisita. Nos dejamos aconsejar para el menú: un aperitivo de tartar de salmón, una tapa de pulpo en tempura sobre puré de patata con pimentón, unas carrilleras confitadas en salsa de trufa, un arroz marinero y tarta de queso. Entre plato y plato, nos fue comentando nuestro anfitrión  que llevaba en Altea más de quince años, pero que a pesar de tan largo tiempo de residencia en ese pequeño rincón levantino, seguía añorando su tierra toledana y el carácter castellano, que contraponía, por su fiabilidad y su apego a la palabra dada, al voluble temperamento mediterráneo. 

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