En
las pequeñas provincias hasta los aeropuertos son de provincias. Y también su
personal, que se mueve sin mucha prisa. Los suelos lucen impolutos. Y los
baños. A la puerta del de caballeros un hombre alto, de barba recortada blanca
y estrecha corbata negra, se abraza largo rato a una joven de la que no alcanzo
a ver el rostro. La que parece mujer del hombre abrazado asiste a la escena
tristemente impasible. Sólo después de unos minutos —no exagero en el cómputo—,
después de unos largos minutos, ese hombre casi viejo y esa muchacha de la que
ahora veo su cara y sus lágrimas, desatan su abrazo no como si fueran de carne
y hueso, sino como si ambos estuviesen hechos de una muelle amalgama de seda y
compasión. Se van entonces camino de la salida, sin hablarse, muy juntos los
tres, con ropas casi negras y los ojos hundidos en heridas abiertas. Sólo
entonces reparo en cinco individuos de tez morena que conversan en árabe
animadamente a nuestras espaldas. Hacen tiempo hasta que desde el aparcamiento
llega un muchacho al que todos, uno detrás de otro, besan tres veces. Bromean
con él. Están alegres. Y se van enseguida arrastrando pequeñas maletas con
ruedas. Instintivamente, momentos antes, me sobrecogió la pena de lo que supuse
un duelo. Instintivamente, ahora mismo, recelé del mundo impenetrable expresado
en esa lengua incomprensible que escuche tan cerca. El despegue es una fiesta
de paisajes. Volamos sobre el estuario del Nalón, en cuyas orillas opuestas se levantan
los caseríos de San Juan de la Arena y San Esteban de Pravia, como ciudades de
un plano casi vivo, en tres dimensiones, en el que sólo se echa en falta a la
gente, su tránsito, el peso de su caminar y de su sombra, mucho más invisible a
esa altura de nube que el trajinar de las hormigas para el ojo humano a pie de
tierra. Los meandros del río se dibujan con una perfección relajante. Su cauce
parece espeso y quieto. Color más que agua. Vamos dejando atrás la costa, sus
acantilados y sus playas. La intermitencia con que la espuma de las olas mide
el tiempo de las mareas. Casi enseguida, adivinamos Oviedo y ese indigesto
osario de cetáceo que desborda el perfil de sus tejados: la firma de Calatrava,
uno de esos arquitectos que, por arrogancia, no concilian su obra
con el entorno, sino que se la imponen con una violencia de monólogo soberbio
pronunciado en el ámbito de lo que debería de ser una conversación discreta.
Ese “calatrava” es mucho más visible desde el cielo que la torre de la catedral.
Fermín de Pas habría de subir con su catalejo a la visera del palacio de
congresos si quisiera observar desde lo
más alto a la Vetusta de hoy, y no, como hacía en La Regenta, los ciento
ochenta y tres escalones de la vieja torre catedralicia desde la que vigilaba a
Anita Ozores. Apenas diez minutos después de despegar, ya sobrevolábamos las
espaldas cargadas de Asturias, sobre cuyos hombros se acumula la nieve
reciente. El aire parecía contagiado de ese frío de cristal, y todo se veía
nítidamente. Las pocas nubes eran como espuma blanca detenida sobre la
superficie transparente de un acuario de aguas que de tan limpias eran
invisibles. Al otro lado de la cordillera, sin embargo, pronto se volvió el
paisaje un Mondrian ocre, una parcelación de haciendas desvaídas. En Alicante
tomamos pronto el coche alquilado. Un utilitario coqueto. El navegador nos
llevó en un suspiro a Altea. De camino vimos, casi como un espejismo, el skyline
benidormense. Imposible no desviar la vista hacia esa proliferación de verticalidades.
Como todo mal, espanta y atrae al tiempo. Mis padres fueron felices aquí muchos
veranos. Ello no absuelve el pecado de esta babilonia, pero humaniza su
propósito. Y hasta Iñaki Uriarte, el diarista, se dice dichoso cuando recala en
esa plaza. No hace mucho decía George Steiner que ningún lugar le resultaba aburrido si tenía a mano
una mesa, buen café y unos libros, que eso, en definitiva, era una patria. Así
que no vale la pena lanzar nuestras lanzas contra estos gigantes. A su sombra
también se cobija la felicidad. En el Hotel del Mar, ya en Altea, teníamos una habitación con
vistas a la bahía y al calpino peñón de Ifach. Una estancia de inspiración
ibicenca, con un balcón colgado sobre un toldo de terraza marítima. Paseamos
con la noche en ciernes y el frío en el rostro.
El cielo estaba apelmazado por
un nuberío oscuro al que, por un momento mágico, un arco iris troceado le
relajo el ceño. Caminar por la orilla de la playa era como inventariar el largo
destrozo que había dejado la marejada un par de días antes. Ramaje y algas
contra el muro. Piedras lanzadas a la calle por la violencia del oleaje.
Mobiliario arrumbado contra los contenedores. Palmeras arrancadas de cuajo. Y
todo ese estrago desafiando arrogante la desidia de los servicios municipales
de limpieza, que ni estaban ni parecía esperárseles. Arrugaba más el ánimo que
tal avería se viese con frío, a la noche y en un paseo marítimo en el que
muchos negocios andaban cerrados o por ser invierno o por haberse visto
afectados por el temporal. Suerte tuvimos, sin embargo, de que el comedor del
Franxerra luciera iluminado. Subimos a su primer piso y cenamos solos en un
pequeño comedor lateral, con una estufita a los pies. El cocinero y dueño, JR, nos atendió con una amabilidad exquisita. Nos dejamos aconsejar para el
menú: un aperitivo de tartar de salmón, una tapa de pulpo en tempura sobre puré
de patata con pimentón, unas carrilleras confitadas en salsa de trufa, un arroz marinero y tarta de queso. Entre plato y plato, nos fue comentando nuestro
anfitrión que llevaba en Altea más de
quince años, pero que a pesar de tan largo tiempo de residencia en ese pequeño
rincón levantino, seguía añorando su tierra toledana y el carácter castellano,
que contraponía, por su fiabilidad y su apego a la palabra dada, al voluble
temperamento mediterráneo.
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