Murcia.
Hemos preferido cenar un tentempié en el hotel. Nos sentimos cansados. Esta
itinerancia nos ha ido mermando fuerzas.
C., además, se ha constipado. Quizás fue el frío que pasamos mientras comíamos
en Guadalest hace un par de días. Hoy hemos madrugado. Después de la
presentación del libro ayer en Yecla y de la cena posterior, cuando nos fuimos
a la cama eran la dos de la mañana. Así que haberse puesto en pie a las ocho no
ha sido poco madrugar en esta habitación definitivamente espaciosa, bien
calentada, con un baño también amplio, pero decorada como la alcoba de una
abuela de pueblo, donde sólo se echa en falta una muñeca que pestañee sobre la
colcha y un tapete de ganchillo bajo el televisor. Largos pasillos de suelo encorchado. Pinturas de una vanguardia que arrastra
una retardo irremediable. Y en la recepción un anciano de cara redonda, pelo
escaso, encanecido, cortado a lo cepillo. Cuello corto. Figura contundente en
volumen, pero atemperada por su propensión a la circularidad: rostro hogazudo,
manos gordezuelas y panza redonda. Con traje gris marengo que le tiraba por las
costuras y con brillo de uso en las coderas. Como comprado unos kilos antes.
Camisa blanca, amarillenta ya de mucha plancha, y corbata negra y estrecha. En
conjunto, casi uniforme de tanatorio. Cachazudo. Al verlo, lo supuse uno de
esos propietarios de negocios que siguen, a pesar de su edad avanzada —por
encima del umbral de la jubilación—, cuidando de lo suyo con recelo de patrón
hecho a sí mismo. Y sin embargo, cuando sin mucho reparo pegó la hebra y contó y dejó rodar —circularidad
oral— sus recuerdos, venimos a saber que no es señor sino vasallo, que su
elegancia es la de un portero anticuado y que como tal permanece por culpa de
sus hijos, cuatro, a los que no pudo encauzar a tiempo y le han robado salud,
alegría y años de retiro. Que hasta tiene uno en busca y captura por tierras
catalanas. O eso entendemos antes de que cortemos bruscamente la conversación
por no amargarnos ni ayudar que este buen hombre se abra las venas de pena
sobre la recepción. Una vez dejada la estancia, y tras desayuno de
aliño, nos fuimos al Instituto Castillo Puche, que era mañana de gachamigas y nos
habían invitado a compartirlas. Las gachamigas, según vimos, se hacen
calentando en fuego de lumbre una sartén con aceite, añadiendo un puñado de sal
para que no salten los ajos que van después y que han de sofreírse. Echando a
continuación un puñado de harina que ha de chupar todo el aceite formando un
pasta seca que debe aligerarse, poco a poco, con agua, revolviendo la mezcla en
el sentido de las agujas del reloj justo hasta que se despegue del fondo,
dorándola por un lado entonces y luego por el otro. En esa especie de torta
resultante se van untando, en la misma sartén, trozos de buen pan y se come
así, caliente y jugosa. Tan sabrosa con esos cuatro ingredientes que parece
imposible esa maestría de lo humilde. Había a lo largo y ancho de los patios del
instituto un montón de hoguerillas y sartenes donde alumnos y profesores se
esmeraban en la preparación de las gachamigas. Y hasta algún abuelo sentado
sobre trébede y con gorrilla de campo en la testa enmendaba con mano experta
los titubeos en la cocción de los adolescentes. Probamos de varias y todas
estaban buenas, aunque excelente era la que compartían en una mesa aparte la
mayoría de los profesores, trufada de ajos tiernos, con una textura temblorosa
de tetilla novicia y un sabor glorioso. Por allí compartimos impresiones con el
hijo de Castillo Puche, al que se le veía acumular catas con gusto y conversar
por cualquier rincón, que es persona afable y tertuliano ameno. Y con algunos
docentes que habíamos conocido el día anterior y que nos pusieron al corriente
de lo que era aquella tradición. Nos despedimos agradeciendo a José Antonio
Ortega, director del centro, sus atenciones y llevándonos encima un olor a humo
de trashumante. Pusimos rumbo a Murcia a través de un paisaje muy árido hasta
Jumilla, donde el viñedo da vida al suelo.
Nada más dejar los bártulos en el
hotel, caminamos hasta el museo de Ramón Gaya, que teníamos casi al lado, en la
animada Plaza de Santa Catalina. Ocupa una casa solariega pintada en colores
amarillo pálido y blanco, con balcones enrejados y unos óculos laterales que
iluminan su escalera interior. Tiene frente a la entrada, por guardia de corps,
unas jacarandas espigadas. Gaya había donado en los ochenta un centenar de sus
obras a la ciudad de Murcia cuando fue homenajeado allí por algunos de sus
amigos al cumplir setenta años. Se le nombró entonces también Hijo Predilecto
por el ayuntamiento. A esa primera donación, siguió otra compuesta por una
serie de cuadros de su época mejicana. El municipio adquirió entonces la
llamada Casa Palarea, que se convirtió en el Museo Ramón Gaya en el año 1990. Nada
más entrar, nos paseamos por la exposición temporal instalada en la planta
baja: Los sernas de Ramón Gaya y los
gayas de Pedro Serna. Óleos y acuarelas entre los que se incluyen el
retrato que Gaya realizó a Pedro Serna, o los numerosos homenajes que le
dedicó, al incluir en sus bodegones pequeñas reproducciones de sus obras. Así
que, casi en un juego de espejos, se puede contemplar el original de Serna y
los homenajes que le rinde el maestro, Gaya, quien también firmó el cartel de
una exposición de Serna en la galería Chys, colgado junto al boceto en tinta
sobre papel de un Serna dibujando. Qué diálogo más emotivo ese en el que, a
través de los cuadros, se escuchaba hablar a los dos amigos pintores en un
mismo tono de voz, pausado, bajo, justo de palabras, pero cálido y afirmado en
certezas compartidas. Y allí y así andábamos, viajando de la huerta murciana a
Roma y Venecia, guiados por los apuntes de los pinceles de Serna y Gaya, cuando
para nuestra sorpresa se nos acercó un hombre enjuto, de frente más que
despejada, ligeramente vencido de hombros, con una mirada que casi pedía
permiso para alcanzarnos, una voz suave, una sonrisa contenida, bondadosa, y un
deambular dubitativo. Pedro Serna. No recuerdo exactamente qué fue lo que nos
dijo. Sólo sé que durante unos minutos me sentí dichoso de que alguien que nos
estaba dando tanto placer a través de su pintura tuviese la enorme humildad de
acercársenos y compartir su gratitud por la atención que poníamos en sus
lienzos. Hablamos de Gaya, de Trapiello, de los lugares evocados por sus
acuarelas. Y parecía a gusto en la conversación y sin prisa por dejarnos aun
estando, como estaba, requerido por, creo, unos periodistas que iban,
suponemos, a entrevistarlo y a los que terminó acompañando ante nuestra
insistencia de no demorarle en la cita pendiente. Fue un encuentro breve y
hermoso. Fue una lección de generosidad y de sencillez. No le extraña a uno que
Gaya, que se había prometido no hablar de pintores vivos, rompiera su promesa
para hablar de Serna, para decir que “lo
primero que diría de estos trozos de pintura es que están vivos, sencillamente
vivos (en una obra de creación verdadera, el hecho de estar viva no viene a
ser, exactamente, un valor, uno de los muchos valores que la componen, que la
forman, sino una categoría, su categoría máxima, suprema, y, claro, su
condición indispensable, porque sin el misterioso y diminuto soplo de lo vital
no hay obra alguna de creación, sino mero artefacto); estas pequeñas pinturas
han sido dichas como en voz baja y, al mismo tiempo, con fuerza, con un vigor,
diríase, tiernísimo, primaveral; la dicción es de trazo muy fuerte, muy
enérgico, aunque amansado, quizá, por una decidida hermosura, ya que la
pincelada de esa dicción, de ese trazo, aparte de expresiva, es de una gran
belleza, ¡como en los buenos tiempos!; no de una belleza estética, esteticista,
sino natural. En la naturaleza, en el paisaje real de la naturaleza parece como
si, de pronto, se formaran unos pequeños nudos, es decir, unos pequeños
enigmas; a veces es tan solo un acento especialísimo de la luz, o una...
musicalidad de la distancia , o del aire. Pedro Serna es muy sensible a todos
esos misterios a pleno sol; en su pintura parece haber querido, con inspirada
modestia, ir desatando los nudos que encontrara en la realidad del paisaje”.
Insistía mi mujer para que me acercase hasta el hotel, donde habíamos dejado
algunos ejemplares de mi novela presentada el día anterior en Yecla, y le
acercase uno a Pedro Serna. Es un texto que tiene por protagonista a un pintor,
así que quién mejor que un pintor para leerlo. No me atreví. Por lo que seguimos viendo el museo, su
colección permanente, dividida por épocas en salas, pasillos y escaleras. Lo
que más aprecio de la pintura de Gaya es siempre lo más ligero, sin que ello
signifique que esté esto falto de peso —que lo tiene, el de la experiencia con
la que llega a esa ligereza—, sino desprovisto de nada que ya no sea esencial
(“…la vida no puede ser espiada,
indagada, investigada, juzgada, ni siquiera entendida, sino... comprendida,
aprehendida. Comprender es acoger, acoger algo en su totalidad esencial, o
mejor, en una esencialidad que resultaría ser su totalidad”). La obra de
madurez, casi de vejez, es una maravilla de simplicidad y perfección. Los
bodegones, los paisajes, los autorretratos, alguno de los muchos homenajes con
que honró la huella que en él dejaron Velázquez, Cézanne, Degas, Murillo...
Pasa en un suspiro la visita por mucho que uno se quede junto a algunos
cuadros. La alegría siempre nos parece escasa. Ya era hora de cierre y salimos
a la busca de un restaurante del que habíamos leído buenas opiniones, El girasol, vegetariano. Dimos con él,
pero ya tenían reservado todo su aforo. Así que encontramos cerca un local
pequeñito, también de inspiración vegetariana, El Mallorquín, y allí probamos.
No estuvo mal el menú: ensalada y tabulé, conos de verdura, fajitas de pavo y
yogur artesano. Sabroso, a buen precio y con unas cañitas bien tiradas. Al
salir llovía y estaba frío. Nos quedamos en el hotel un buen rato. Quisimos a
la tarde ver el museo Salzillo, pero cierra tan pronto que nos fue imposible
(no parece que las cinco de la tarde sea una hora prudente para echar la
persiana). Paseamos entonces por la ciudad hasta la Plaza del Cardenal Belluga,
en el centro histórico.
Allí se dan la mano poder civil y eclesiástico; palacio
episcopal, ayuntamiento y catedral. Una vendedora de lotería era por esos pagos
la viva imagen de la corte de los milagros, una corte resumida, singular e
irrecuperable —no había milagro para ella—: cantaba su mercancía vestida con
unas ropas de mujer que, si bien le asentaban en el tronco, resultaban muy
desproporcionadas para un cuerpo que de cintura para abajo estaba como
menguado, jibarizado por un severo daño óseo. La desventura siempre ha
limosneado en este país a la puerta de la iglesia, o de sus palacios, como este
de Belluga, caviar napolitano de paredes tintas y faroles cálidos que comparte
escenario con un actor joven, que luce envarado y tiene aristas de galán en su
rostro: el edificio levantado por Moneo para acoger algunas dependencias
municipales y que se hace sitio, un poco a codazos, en esta hermosa plaza. A
las gachamigas tempraneras no llegó a tiempo María Victoria, que me llama a la
noche por teléfono por disculparse, aunque no haya motivo alguno para ello. Me
había regalado un catálogo de la obra de su padre, Fernando Carpena, a propósito del que escribí un correo por el
que parece complacida. Decía yo en ese mensaje que gracias al catálogo, de una
muestra a la que se le dio por título Ritos
y costumbres, había podido conocer la pintura del artista yeclano:
“Había quedado uno con la curiosidad por
conocer su obra y he podido cumplir así ese deseo. Y desde luego ha sido muy
grata la impresión que me han producido los lienzos y plumillas que en esta
compilación se incluyen. Leí primeramente la rigurosa introducción de Concha Palao,
que contextualiza bien la vida y la producción del pintor. El mérito de su
constancia en circunstancias tan adversas y aun cuando la vida lo obligó a
labores nutricias que poco tenían que ver con su arte. El arraigo en su tierra.
La visión que de sus gentes, paisajes y sobre todo de sus costumbres plasmó en
cuanto pintó. Y, desgraciadamente, su tan temprana muerte. Sobre esas
costumbres se explaya Liborio Ruíz, a mi juicio demostrando más erudición que
comprensión de la obra del artista, una obra de la que, sin embargo, sí hace
una interpretación muy interesante Vicente Chumilla (al que, sin conocer, le
presumo persona de carácter). A la luz
(o al claroscuro, quizás podría decirse) de lo que se muestra en el catálogo,
el legado de Fernando Carpena merecería, si no lo tiene, un reconocimiento
acorde a su calidad, que uno cree no deba juzgarse con baremos localistas o
regionales, sino en comparación con la pintura que se hacía en el país en esos
años. Hay originalidad y magisterio, un pulso expresionista que quizás beba
fuentes solanescas o goyescas (pinturas negras), una turbadora visión de los
ritos festivos, de la práctica religiosa o de la vejez. Una luz de un levante
interior (nada sorallesco), sino mucho más castellano. Un levante azoriniano.
Personalmente, me ha subyugado La bajada del Cristo, esa inclemencia climática,
ese árbol desnudo que todo lo preside, esos rostros ocultos (salvo el del
propio autor, atento en su frío moral a lo que le rodea), esos colores
apagados, ese cielo opaco y ese sarcófago que brilla entre tanto abatimiento,
pero que, sin embargo, parece casi vacío. Gracias por este regalo inesperado
que guardaré con mucho cariño. Tienes que estar orgullosa de la obra de tu
padre y lamentar que se fuera tan pronto.” Que de mi novela hubiese
apreciado María Victoria seguramente más de lo que en realidad tiene, se debía,
según pude saber en esa conversación telefónica de última hora, a ciertos
paralelismos entre la vida del protagonista y la de Fernando Carpena, que murió
demasiado joven y a quien, como al Héctor Bueres de Vísperas de nada, lo
consumió quizás la falta de reconocimiento a su obra, un vacío que a veces se conjura entre copas y que siempre vuelve infinitas las
noches.
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