Amanecimos
a las nueve. En la reducida habitación del hotel. Enrecovecada en una esquina
de la octava planta. Mientras C. se aseaba, uno le echa una ojeada en la tablet
a las noticias de Yecla, por ver si hay algo de lo nuestro, lo que aquí nos
trajo. Encuentro unas cuantas fotos. Se las envío a Chlelo Sierra. Responde
pronto agradecida. Paseamos luego por las orillas del Segura. Este sí que
parece un río y no el Vinalopó. Pasamos de nuevo por delante de las puertas del
Museo Gaya y dan ganas de apurar en sus salas lo que nos queda en la ciudad. Y
hasta nos acercamos hasta la plaza de la catedral, animada por el sol y con sus
terrazas concurridas. Luego, en poco más de una hora llegamos al aeropuerto.
Retornamos el coche alquilado. No se ha portado mal. Tampoco la semana con
nosotros. Día
luminoso. Luz mediterránea, o casi, por primera vez desde que llegamos a estas
tierras, y justo cuando ya nos vamos. Hacemos tiempo antes de coger nuestro
vuelo de regreso. A través de las cristaleras del aeropuerto se ve el mar,
quizás a no más de un kilómetro en línea recta. Se asoma como puede entre la
dentadura desigual de las urbanizaciones de apartamentos. Resalta su azul
intenso bajo el cielo desvaído por el frío.
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