Le decía ayer a un amigo que la fotografía de paisajes tiene semejanzas con la pesca. Se lo contaba en un correo electrónico y aprovechaba el medio, un escrito que se fue urdiendo sin demasiada prisa, para explicarle someramente —no se exponía una tesis, sino una intuición— cómo quienes vamos cámara en ristre por las madrugadas o atardeceres del mundo nos armamos de paciencia a la espera de que la luz nos permita una captura convincente, una presa visual que mostrar orgullosos o con la que sentirnos íntimamente a gusto. Paciencia, apartamiento, utillaje adecuado, pericia y siempre una pizca de fortuna. Hace unos días caminaba a las orillas de un riachuelo mentiroso que aprovecha los desniveles de su curso para dejarse oír entre el arbolado, llamando así la atención del paseante. Éste se le acerca creyendo, por el ruido, que son más las nueces, pero se lleva la sorpresa de que el que así trina no es más que un hilo saltarín de agua. En esas trochas buscaba a la caída de la tarde cualquier resquicio de luz entre la umbría que pusiera oro donde sólo había savia exangüe, que taracease bajo la lupa del objetivo el nervio recio de las hojas resistentes al invierno. Vino, sin embargo, a llamar mi atención la espina de un pez boqueando sobre un charco. La desnuda osamenta de un árbol al que el frío iba dejando, como la tarde al fotógrafo, al pescador, aterido de soledad frente a la noche.
No hay comentarios:
Publicar un comentario