Paramos enseguida en Novelda. Muy cerca de su iglesia de San Pedro. Que es
bonita por fuera, con sus cúpulas vidriadas y sus muros en tono cálido, tan propios
para el lucimiento del sol mediterráneo. Tiene palmeras que la custodian y una
plaza encantadora a sus pies. Por dentro está muy decorada y recargada de
imágenes y suntuosidades barrocas. La capilla de la Aurora lucía iluminada y en
ella rezaban con devoción varias ancianas y una monja. Novelda se declara
modernista. Tiene esa inspiración por sello propio. Esta tierra fue y es pródiga en mármol,
azafrán y vides. Hubo aquí a principios del XX una burguesía terrateniente
adinerada e influyente, que obtuvo pingües beneficios de la explotación
agrícola, el comercio y las actividades financieras. Y ya se sabe que cuando el
diablo no tiene que hacer… Las moscas fueron en este caso labrarse distinción a
través de esa estética mundana, de ese lujo más que arquitectónico, mobiliario
que es el modernismo. Y de ello se da muestra en un museo que merece visitarse
y que permite recorrer las estancias de la casa que se hizo construir doña
Antonia Navarro Mira. Una patricia que se casó y enviudó joven. Que pertenecía
a una familia liberal moderada. Que viajó a París y Viena. Y que en 1899,
siendo su padre alcalde, encargó el proyecto de su hogar al arquitecto murciano
Pedro Cerdán, que había estudiado en Barcelona y construido edificios
modernistas en Murcia. Si bien se la tiene por una empresaria que gestionó con
tino la fortuna heredada, no se sabe a ciencia cierta el verdadero origen de
esa cuantiosa hacienda. Un descendiente de la saga familiar apuntó hace unos
años, en una entrevista concedida a un periódico, cómo podía haber
crecido de pronto aquel patrimonio: “Luis
y Francisco Navarro eran el padre y tío de Antonia Navarro. Ambos, antes de la
construcción de la Casa Modernista, ya tenían dinero y cada uno vivía en su
casa y demás con su familia, aunque en los asuntos de negocios eran como uña y
carne. También a los dos les gustaba el juego, y mucho. El caso es que hubo un
momento en que se organizó una súper timba en Crevillent, y hasta allí se
desplazaron en una calesa muy majestuosa, desde Novelda. Las timbas por
entonces estaban prohibidas, pero aquélla debió ser increíble, duró día y pico,
y Luis y Francisco tuvieron que ir turnándose para jugarla y no desatender los
negocios. El caso es que tuvieron mucha suerte, y ganaron. Las ganancias fueron
enormes, por el dinero y las propiedades que se llevaron. Y fue tanto el dinero
y propiedades que ganaron, que Luis y Francisco le pagaron 5.000 pesetas de la
época a la Guardia Civil para que les custodiaran hasta su llegada a Novelda.
Con las ganancias, Luis, el padre de
Antonia, dijo de invertir en acciones en un banco, creo que en el Banco de
España. Su hermano Francisco no estaba muy convencido, y aunque entró con
algunas acciones, no fue tanto como lo hizo Luis, al que le advertían
constantemente, porque lo podía perder todo. Sea como fuere, las acciones del
banco se multiplicaron. Se hicieron millonarios.” Cuando el padre murió, doña Antonia se hizo
cargo de toda la fortuna heredada. Se casó con Luis Navarro Abad, y quedó viuda
ocho años después. Tuvo tres hijos: Carmen, Antonio (que murió de tuberculosis)
y Luisa. Daba limosnas, atendía las demandas laborales y gustaba de la vida
tranquila, con largas estancias en sus propiedades de La Romana, antigua aldea
noveldense cuyo progreso fue empeño suyo. Allí organizaba chocolatadas en las
que invitaba a amigos y familiares para que sus tres nietas, que padecían una grave
deficiencia mental, pudieran relacionarse socialmente. Así que recopilada la
historia, uno cree que tiene una novela dentro. Una folletín de muchas páginas.
Una saga con juego, amores, lujo, viajes y desgracias. Un friso histórico, que
diría un crítico ortodoxo. En lo más alto del museo, vimos también una
exposición sobre el legado de Jorge Juan, marino y científico nacido en estos
pagos y del que uno, ha de confesarlo, nada sabía. Quizás por eso —no poco uno
no supiera de él, sino porque tal desconocimiento debe de ser general—, se le
conoce como el hijo pródigo de nuestra Ilustración. Sus trabajos lo
convirtieron en miembro de la Royal Society de Londres y de la Real Academia de
Ciencias Francesas, ejerció de espía en Londres y rediseñó el sistema de
construcción de los barcos españoles. Participó en la expedición científica que
en el XVIII determinó la forma del mundo. En 1734, es designado por la Corona
junto con Antonio de Ulloa, como miembro de la expedición organizada por la
Real Academia de Ciencias de París para medir un grado del arco del meridiano
terrestre a la altura del Ecuador. La misión, dirigida por el astrónomo Louis
Godin y el geógrafo Charles Marie de La Condamine, pretendía poner fin a una
vieja discusión sobre la forma de la Tierra. De un lado, los que apoyaban a
Cassini y Descartes, que defendían que el planeta tenía forma de melón, y de otro,
los que seguía a Newton, que aseguraban que estaba achatada por los polos. Para
comprobar quién tenía razón, la academia francesa envió una expedición a
Laponia, para medir un grado del meridiano en los polos, y otra al Ecuador, en
las posesiones españolas en las Américas. La expedición a Quito se prolongó más
de 8 años (de 1736 a 1744), en los que Jorge Juan y sus compañeros se vieron en
todo tipo de contratiempos. Los expedicionarios midieron el inhóspito terreno
en mitad de una guerra y entre acusaciones de la Inquisición para alcanzar un
resultado que llegó tarde, pues la expedición a Laponia alcanzó antes las
esperadas conclusiones, favorables a la tesis de Newton. Ya como capitán de navío, en 1748
recibió el encargo del marqués de la Ensenada de viajar a Inglaterra para
conocer las nuevas técnicas navales inglesas con vistas a renovar la flota
española. Un año después, y con el nombre falso de Mr. Josues, Jorge Juan se
embarcó con destino a Londres con una misión de espionaje industrial. Durante
18 meses recogió una relevante información que ayudó a renovar la construcción
naval española. Quizás a mi hijo, marino en ciernes, le hubiese interesado este
pequeño homenaje que se le hace en el ático de un edificio modernista a alguien
que vivió tan intensa y productivamente, y que tuvo siempre al mar por
horizonte. Subimos luego hasta el Castillo de La Mola, situado en un pequeño
cerro a tres kilómetros de la villa, que fue fortaleza musulmana y ahora es
ruina que acompaña, muda de escándalo, al Santuario de Santa María Magdalena,
un templo que es remedo torpe del modernismo catalán, en el que se combinan guijarros
del Vinalopó, azulejos policromados, ladrillos rojizos y mamposterías varias.
Auténtica joya kitsch engastada sobre un árido paisaje, tal y como si se prendiera del pecho de una
silenciosa y discreta dama un broche centelleante de bisutería barata. Esa fue
la impresión.
De allí nos dirigimos a Sax. Un pueblo con mucha historia,
levantado en torno a un cerro fortificado, donde se estableció, como
repoblamiento, tropa musulmana licenciada por su califa allá en el XII. Hacía
frío y el cielo estaba plomizo. Las calles lucían engalanadas porque estaba a
punto la celebración de moros y cristianos. Todo lo preside el perfil cimero de
su castillo roquero, ceñido a la cresta de la montaña y recortado con una
altivez muy elegante contra el cielo (en nuestra visita, bajo un cielo amenazante,
se resaltaba su inmortal perfil bélico; en un día de bonanza, seguro que le
hubiésemos apreciado más aire de mirador que de baluarte). Comimos en un
restaurante que por su nombre, Fuente del Cura, presagiaba buen yantar, que los
párrocos de pueblo se arriman siempre a los mejores pucheros. Y no estuvo mal
el menú ni su postre, un pan de calatrava delicioso. Por pega, la cháchara
comercial que sufrimos desde una mesa próxima: un viejo y taimado industrial de
telas negociaba con unos cachorros empresariales engreídos el precio, entrega y
condiciones de un pedido para la fabricación de estores. Qué cansino resultaba
aquel tira y afloja, aquel lucimiento de espolones por unos gallos que en el
reto veía uno que iban dejando a medio probar el bocado de sus platos. Hay
apetitos más voraces que el hambre.
Las pequeñas alegrías de los escritores sin editor.
Las pequeñas alegrías de los escritores sin editor.
De vez en
cuando, la sorpresa de un premio literario
la posibilidad de viajar a recogerlo. Esta vez Yecla, de la que uno, a
fuer de ser sincero, poco sabía, pero sobre la que uno, por elemental cortesía,
indaga. Por saber, entre otras cosas, qué se dijo de ella en literatura. Y
vengo a conocer entonces que no sólo Castillo Puche (autor local que da nombre
al galardón) tomó como escenario esta villa, sino que lo fue también de las
memorias de Azorín, como recuerdo feliz de la infancia, y de algunos pasajes de
Baroja, que la describe como villa pobre y rodeada de naturaleza ruinosa y
estéril. No ha de extrañar por ello que a los dos institutos de la localidad se
les hayan puesto los nombres del monovarense y del autor local —que fue finalmente
profeta en su tierra, aun no siéndole fácil alcanzar tal reconocimiento—; y que
sin embargo no haya memoria, buena al menos, del escritor navarro. Llegamos a
Yecla a eso de las cuatro. Con la ciudad encogida de frío y las calles
entristecidas. Encontramos bien el hotel Avenida. Un alojamiento antiguo, de
pasillos largos, habitaciones espaciosas con muebles y mantas de abuela. La
ventana daba a un patio de vecindad sobre el que se alza la cúpula semiesférica
de la Iglesia de la Purísima, decorada en una espiral airosa con teja vidriada
azul y blanca.
Nos echamos pronto a la calle por hacernos idea del pueblo, y
con la que nos quedamos no fue otra que de abatimiento por la soledad que se respiraba,
que debían de andar las gentes en el trabajo y en sus casas, y los muchachos en
la escuela o en sus quehaceres. Desde el teatro Concha Segura, un edificio
bonito con una fachada como de casino, subimos hasta la plaza mayor, que nos
pareció muy bella y que estaba también muy sola. No tiene gran tamaño, hay unos
pocos soportales de arcada renacentista. Desde allí cobijados, vimos enfrente
el edificio consistorial, también renacentista, con pórtico y balconada sobre
la que luce el escudo de la ciudad, que como casi todas es “noble y leal y
fiel”. Hay también una torre con reloj, que saca su frente por encima del resto
de edificaciones, y un auditorio, que fuera antaño casa de contratación del
trigo. Nos tomamos un té bien caliente en un café concurrido y poco iluminado.
Al lado, cuatro parroquianos se echaban un dominó. A las ocho nos vino a buscar
al hotel José Antonio Ortega, director del instituto Castillo Puche. A esa
misma hora, bajó al vestíbulo también Chelo Sierra, la autora premiada este año.
Aunque habíamos intercambiado un par de correos electrónicos, no nos conocíamos
personalmente. Estaba acompañada de una hermana y del marido de ésta. Los tres
personas discretas y encantadoras. El salón de actos del instituto estaba
lleno. Antes de que diese comienzo el acto, nos entrevistaron en un aparte para
una televisión local. En esos tragos siempre se acuerda uno de José Emilio
Pacheco, que dijo una vez aquello de que: “Después
de cada entrevista, me quedo pensando: ¿por qué no le dije esto...? Debería
haberle dicho aquello otro... Estoy acostumbrado a escribir, a ver lo que
pienso. Y si no veo lo que estoy diciendo, ¿cómo puedo pensar?”. A lo que
uno añadiría este trabalenguas: que cuando la cita es televisiva, mejor después
no ver lo que uno dijo de lo que no podía pensar por no estar viéndolo. Se hizo
lectura del fallo del jurado, se entregó el galardón y la premiada dirigió unas
palabras muy bien traídas a los presentes. Después, María Victoria Carpena,
profesora de dibujo del centro, pintora ella, presentó mi novela glosándola con
un elaborado, preciso y generoso discurso. Recogí el busto de Castillo Puche
que no aún no tenía por no haber acudido un año antes a la entrega del premio,
una talla dorada que es fiel a la imagen del escritor yeclano en su vejez,
barbado y con melena, y que, como todo oropel, pesa demasiado. Hube luego de
dirigir unas palabras a los asistentes. No llevaba nada escrito, pero sí al
menos someramente pensado. Y ya que de la novela se había hablado tan bien por
María Victoria y quedaba expuesto su argumento e intenciones, me pareció
oportuno incidir en la conveniencia de que los centros públicos de enseñanza
mantengan costumbres tan sanas como la de los premios literarios. Dije algo así
como que uno viene de la poesía y que como
poeta tiene entre sus referencias de cabecera a Joan Margarit. Que el catalán
dijo una vez, y cité grosso modo, que “el ser humano vive en un universo cruel y
brutal. Gracias a la Ciencia y la Técnica se defiende de la agresión de ese
universo apretando un botón… Pero la intemperie moral nos alcanza a todos:
pérdidas, errores, catástrofes personales. La muerte de un ser querido,
sentirse abandonado por tu cónyuge… Entonces, ¿qué botón apretamos? Sólo nos
quedan las letras, pero leer a Montaigne cuando nos ocurre una desgracia es
demasiado tarde, hay que tenerlo leído antes. De ahí la importancia de las
Humanidades en la educación.” Y de ahí que el apoyo a la creación sea tan
meritorio en esos ámbitos educativos, porque no otra cosa han de ser las humanidades
en la escuela que un escudo protector contra las inclemencias de la vida. Y en
eso tan trascendente andaba cuando se puso a sonar, como si no hubiese mañana,
un móvil en la primera fila, la de autoridades. Se me fue el santo al cielo y
terminé como pude trayendo a colación otra cita, esta de Magris, que decía
aquello de que “la literatura no salva la
vida, pero ayuda a darle sentido”.
Pues eso. Mientras, el propietario del
móvil silenció finalmente y no sin esfuerzo y tiempo aquella inoportuna
estridencia. Hubo luego algunas intervenciones más, que no se alargaron y
resultaron muy digeribles. Rematándose todo con unas piezas musicales al piano interpretadas
por un par de alumnos del centro. Había un ágape para todos en un salón anejo,
pero a uno le tocó firmar libros, con dedicatorias que querían ser originales y
daban por ello un trabajo al que no se está acostumbrado ni para el que, debe
admitirse, se está especialmente dotado. Fue tan larga la cola a atender que al
final sufría uno los estragos de una incipiente epicondilitis, que era en la
ocasión más codo de best-seller que de tenista. Del pincheo ya no quedaban ni
las sobras, y de haberlas habido tampoco las podría haber probado, que allí
mismo hube de firmar más librillos. Fuimos, no obstante, enseguida a cenar, en
el Aurora, un comedor vetusto donde compartimos mesa los premiados con alguna
autoridad municipal, el hijo de Castillo Puche, la dirección del instituto y
con mi querida María Victoria Carpena, que había salido con nota del, para
ella, desacostumbrado paso de presentar una novela sólo unos momentos antes. La
velada fue muy agradable y se mantuvo la llama de la conversación hasta casi
las dos de la mañana, sin que en ningún momento fuese ese fuego pavesa. A la
habitación llegó uno rendido, y un poco tal y como decía Víctor Botas en su
poema Cástor y Pólux: “tan
jodido / y feliz / como furcia de hotel en noche de congreso”.
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