Ayer, en el Centro Municipal de La Arena, asistí a la representación de Las criadas, de Jean Genet, en versión coproducida por los grupos Sostén Teatro y La Galerna.
Jean Genet transmite siempre a través de su obra un halo de malditismo romántico. Vivió durante su adolescencia y juventud en la delincuencia, la prostitución y la cárcel. Allí empezó a forjar su carrera literaria y de allí fue rescatado gracias al interés que la misma despertó en autores como Sartre o Cocteau. De esa marginalidad se nutren sus personajes, que se inclinan al crimen con facilidad. A través de ellos Genet reflexiona sobre el poder y las convenciones e hipocresías sociales. Recurre en esa denuncia al travestismo de personalidades y de roles. Así sucede en Las criadas, cuyas protagonistas adoptan, en ausencia de la dueña de la casa, los papeles de señora y criada, en una representación de su odio, frustración, sometimiento, dominio y envidia, emociones todas ellas que nos acercan a su lado oscuro, a nuestro lado oscuro. Fueron las Papin, dos hermanas huérfanas que trabajaban como sirvientas, y que asesinaron a su señora y a su hija en Le Mans en 1933, hecho real sobre el que se inspira la obra teatral del Genet.
La de ayer fue una representación meritoria por lo que entraña de amor al teatro empeñarse en llevar a la escena, desde el amateurismo y sin más compensación que la que otorga el aliento de algunos pequeños auditorios, obras que, como las de Genet, nos explican; echándose a las tablas como al ruedo no por hacer lo que se quiere, sino queriendo lo que se hace.
En la versión de la directora de la obra, Gemma de Luis, se advierte, a mi juicio, un tono de tragedia griega que creo que enlaza adecuadamente con la vocación trágica que se respira en los diálogos, con esa rebelión inútil contra el destino en la que se comprometen las criadas, con la representación, en definitiva, de las pasiones universales que encarnan las hermanas Lea y Cristina. Incluso al personaje de la Señora, a través de sus túnicas brillantes y de su altísimo coturno, se le adivina una pátina de Yocasta revivida.
El escenario de la representación, reducido y sin demasiada altura, muy próximo al espectador, quizás impidió el distanciamiento que la obra, en la intención trágica de su dirección, hubiera requerido. Pero lo que no logró mermar en ningún caso fue la magnífica labor interpretativa de las actrices. Puri G. Bermejo, que representó a Lea, posee el oficio necesario para modular sus intervenciones con excelente claridad y tono dramático. Mary Chely F. Marino, convertida para la ocasión en la Señora cuya preeminencia mueve al crimen, se movió con la elegancia no sólo requerida por su personaje, sino con la que le otorgan los muchos años de profesión y amor al género, con esa prestancia, en fin, que de haber dispuesto de mejor plaza, nos hubiera transmitido incluso de modo más exacto ese perfil de gran dama de la escena que tan bien se aviene con la dueña sacrificada por Genet. Por último, Geni García, la más joven de las intérpretes no desmereció de sus compañeras de reparto, es más, al oírla decir sus diálogos uno pensaba en cuánto darían tantas pseudo actrices que se pasean por escenarios y platós gracias a su palmito por tener, al menos, su precisa vocalización, algo que debiera ser imprescindible en este oficio y que, sin embargo, tantas veces se echa en falta.
Fue, en definitiva, una digna puesta en escena de Las criadas, y así tuvo a bien el público reconocerlo con sus aplausos.
Jean Genet transmite siempre a través de su obra un halo de malditismo romántico. Vivió durante su adolescencia y juventud en la delincuencia, la prostitución y la cárcel. Allí empezó a forjar su carrera literaria y de allí fue rescatado gracias al interés que la misma despertó en autores como Sartre o Cocteau. De esa marginalidad se nutren sus personajes, que se inclinan al crimen con facilidad. A través de ellos Genet reflexiona sobre el poder y las convenciones e hipocresías sociales. Recurre en esa denuncia al travestismo de personalidades y de roles. Así sucede en Las criadas, cuyas protagonistas adoptan, en ausencia de la dueña de la casa, los papeles de señora y criada, en una representación de su odio, frustración, sometimiento, dominio y envidia, emociones todas ellas que nos acercan a su lado oscuro, a nuestro lado oscuro. Fueron las Papin, dos hermanas huérfanas que trabajaban como sirvientas, y que asesinaron a su señora y a su hija en Le Mans en 1933, hecho real sobre el que se inspira la obra teatral del Genet.
La de ayer fue una representación meritoria por lo que entraña de amor al teatro empeñarse en llevar a la escena, desde el amateurismo y sin más compensación que la que otorga el aliento de algunos pequeños auditorios, obras que, como las de Genet, nos explican; echándose a las tablas como al ruedo no por hacer lo que se quiere, sino queriendo lo que se hace.
En la versión de la directora de la obra, Gemma de Luis, se advierte, a mi juicio, un tono de tragedia griega que creo que enlaza adecuadamente con la vocación trágica que se respira en los diálogos, con esa rebelión inútil contra el destino en la que se comprometen las criadas, con la representación, en definitiva, de las pasiones universales que encarnan las hermanas Lea y Cristina. Incluso al personaje de la Señora, a través de sus túnicas brillantes y de su altísimo coturno, se le adivina una pátina de Yocasta revivida.
El escenario de la representación, reducido y sin demasiada altura, muy próximo al espectador, quizás impidió el distanciamiento que la obra, en la intención trágica de su dirección, hubiera requerido. Pero lo que no logró mermar en ningún caso fue la magnífica labor interpretativa de las actrices. Puri G. Bermejo, que representó a Lea, posee el oficio necesario para modular sus intervenciones con excelente claridad y tono dramático. Mary Chely F. Marino, convertida para la ocasión en la Señora cuya preeminencia mueve al crimen, se movió con la elegancia no sólo requerida por su personaje, sino con la que le otorgan los muchos años de profesión y amor al género, con esa prestancia, en fin, que de haber dispuesto de mejor plaza, nos hubiera transmitido incluso de modo más exacto ese perfil de gran dama de la escena que tan bien se aviene con la dueña sacrificada por Genet. Por último, Geni García, la más joven de las intérpretes no desmereció de sus compañeras de reparto, es más, al oírla decir sus diálogos uno pensaba en cuánto darían tantas pseudo actrices que se pasean por escenarios y platós gracias a su palmito por tener, al menos, su precisa vocalización, algo que debiera ser imprescindible en este oficio y que, sin embargo, tantas veces se echa en falta.
Fue, en definitiva, una digna puesta en escena de Las criadas, y así tuvo a bien el público reconocerlo con sus aplausos.
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