Así se titulaba el artículo publicado por Ramón Bayés hace un par de semanas en EL PAÍS. Merece una lectura atenta.
“Imaginemos que llegamos a la sala de espera de una estación muy confortable pero sin trenes; a un aeropuerto moderno sin aviones; que esperamos un taxi día y noche en el banco de la esquina ajardinada de una ciudad sin taxis. Y que nuestra única misión en la vida consista ya en permanecer allí durante meses, tal vez años, esperando simplemente a que nuestro corazón deje de latir. Y conociendo que, en el futuro, ningún tren, ningún avión, ningún taxi, nunca nos llevará hasta una tarea o unas personas que den sentido a nuestras vidas; que no se materializará ningún sueño; que nunca iremos a otra ciudad; que no conoceremos a nuevos amigos. De repente, en un momento, nos damos cuenta con tristeza de que nuestras historias, nuestra experiencia, nuestra sabiduría de la vida -al revés de lo que ocurría con los consejos de ancianos de las tribus indias de las viejas novelas de Zane Grey- no le interesan a nadie.”
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