Dejé a mi mujer y a mi hijo en la consulta de la dentista y me fui a pasear por la orilla de la playa. Ya era de noche. Hacía una temperatura muy agradable para ser casi finales de noviembre. El río llegaba al mar crecido y turbio por las lluvias de los últimos días. Era bajamar y sobre el escote de la playa brillaban como perlas las farolas del Muro. Me cruzaba a la gente y la dividía en dos tipos: gozadores y penitentes. Quienes como yo paseaban sin prisa, buscando un poco de silencio y un paisaje al que asirse, formaban la vertiente tranquila del carpe diem. Los otros, los que corrían sudorosos, atentos sólo al ritmo de su zancada y al pálpito del corazón, pertenecían a una suerte de moderno ascetismo que quizás ya no aspira como el antiguo a la vida eterna, pero que sin duda pretende eternizar los restos de la que se posee mediante la privación (del aliento).
2 comentarios:
Ahora que leo esto... un poco presiento a tu sitio como una playa extensa, a veces uno camina lento rozando sus linderos, las orillas, otras tantas (sobre todo cuando se te lee en voz alta) uno deja aquí parte del aliento, uno se queda aquí.
Mira que recién recordé un poema que me gusta mucho... por cierto.
Te voy a leer un fragmentito que dice más o menos así:
"que como el sol su curso conozco mi lugar,
que aquello que me salva es el aliento
que si mi cuerpo es ataúd, también es alacena del aliento"
(Strand, traducido por Octavio Paz)
(Ahora me voy a la cama... esta visita era más que obligada... y la disfruté mucho, gracias... dos veces)
Bello día.
Es el privilegio que tenemos los que vivimos cerca del mar. Aunque haya quien no pueda quitarse el estres de encima.
Saludos.
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